
Es una soleada mañana de agosto, y en Can Sata se respira un ambiente plácido y relajado.
Anna trastea por la cocina con una espátula que rezuma sofrito de cebolla en la mano izquierda y un pincel en la derecha, con el que va dando los últimos toques a un retrato señorial. A su lado, en la mesa de la cocina, Gerard se distrae dibujando con las ceras de colores que le regaló Ishtar cuando cumplió cinco años.
Por la ventana se ve un sombrero de paja que esconde la calva de Lúgal, el abuelo de Anna, arrodillado entre petunias mientras silba una melodía. En el otro extremo del caserón se distinguen los rítmicos repiqueteos de la vieja máquina de escribir de Jacques.
En resumen, se respira una absoluta tranquilidad bucólica.
El niño ha dispersado unos cuantos dibujos en la mesa, y ahora está profundamente concentrado pintando el cielo de su última obra maestra, con la lengua salida y la nariz a medio palmo del papel, arrastrando la cera azul de punta a punta. Su codo va dando golpecitos a un ídolo tribal de ébano, que Gerard ha apartado sin ninguna ceremonia del centro de la mesa cuando se ha instalado en ella para dibujar.
Como el resto de la casa, la cocina está repleta de reliquias, fósiles y objetos estrafalarios que Nírgal les ha ido mandando de sus viajes, y que la familia ha desistido ya de ordenar.
Un nuevo codazo deja al ídolo al borde de la mesa, donde queda unos instantes en equilibrio precario. Sus ojos de rubí parecen brillar antes de que un último golpe despreocupado lo arroje al suelo. El golpe sordo de madera contra baldosa no parece llegar a oídos del niño ni a los de su madre, que ahora tiene el pincel entre los dientes para poder revolver la paella llena de cebolla sofrita.
De repente, los esforzados movimientos de Gerard se detienen. Se queda inmóvil, totalmente quieto, mirando fijamente el papel. Su respiración se vuelve profunda y gutural. Sus pupilas se dilatan. La mano con que coge la cera azul cielo está absolutamente rígida, con la punta temblando de forma casi imperceptible.
—¡Gerard! —exclama de repente su madre, cruzando la cocina—. ¿Puedes ir al súper un momento?
El niño inclina la cabeza, con la mirada perdida. La voz de su madre le llega como un eco muy lejano. Poco a poco, su mano derecha empieza a trazar un movimiento ovalado sobre el papel, errático, pintando por encima de los demás colores y líneas.
—¿…al súper? —repite en voz baja, monótona.
—Se ha terminado la mantequilla —prosigue ella, mirando con preocupación los estantes de la nevera que acaba de abrir.
Gerard sigue pintando de forma ausente, con más rapidez e intensidad, hasta que en medio de su dibujo se empieza a definir una mancha de forma redondeada.
—Mantequilla.
—Sí. Y trae huevos, también.
Los apresurados garabatos de Gerard consiguen que el manchón ocupe ya buena parte del papel, cubriendo en parte a las dos personitas, la roulotte y los árboles que había dibujado.
—Huevos.
—Hum… Y fideos, ya que estamos. De los gruesos, ¿eh?
A Gerard se le dispara un tic en el ojo.
—Fideos gruesos.
—Y naranjas.
—Naranjas.
El círculo del dibujo se está convirtiendo en intenso e irreal, parece adquirir profundidad y campo gravitatorio propio, como si se tratara de un diminuto agujero negro de color azul.
Y sin más, Gerard se detiene.
Deja el medio centímetro de cera que le queda, que cae al suelo con un diminuto ¡ploc!. Con rígidos movimientos de marioneta, el niño baja de la silla y se queda inmóvil en medio de la cocina, con la cabeza torcida y los ojos en blanco.
—¡Gerard! ¡Pero si tampoco tienes cereales! —dice Anna, que ahora está repasando la alacena—. Cuando ves que se te acaban, debes apuntarlos a la lista. ¡Que luego no tienes para desayunar!
—Ce… Cereales.
—Mejor llévate el carro, que tendrás que traer muchas cosas. ¡Ah! Y ya puestos…
—Aceitunas.
—Sí, trae aceitunas. De las que tienen agujero y anchoas, ¿eh? —asiente Anna, investigando las profundidades del armario—. Y también…
—Pepinillos, de los que le gustan tanto al abuelo —sigue Gerard con su voz mecánica.
—¡Eso mismo! Me lo has quitado de la punta de la lengua.
La sensible nariz de Anna le dice que el sofrito está empezando a tostarse demasiado, así que cierra de golpe la puerta de la alacena y vuelve a los fogones.
El golpe despierta a Gerard, que parpadea y mira a su alrededor, desconcertado. Acto seguido arquea las cejas y se apresura a cubrirse la boca con las manos, sin poder impedir que un gemido de terror se escape entre sus dedos.
Anna se vuelve al oírlo, con la espátula llena de cebolla en la mano, y salpica el cuadro de arriba a abajo.
—¡Leñe! ¡El retrato del primer ministro! —exclama, agitando las manos y salpicando también la pared con los restos del sofrito—. Ay, ay, ay… ¡Menudo lío! A ver cómo lo arreglo… ¿Hum? ¡Gerard! ¿Qué haces aquí pasmado, mirando a las musarañas? ¡Vamos, espabila, que van a cerrar el súper!
—¡Mmmmmmfff!! —exclama él, dando saltitos medio histéricos sin sacarse las manos de la boca.
—¿Qué dices? Si te muerdes así los puños, no te entiendo.
—¡¡Sé lo que estás pensando!!
—Bueno, no te preocupes… ¡No hay para tanto! Lo disimularé un poco, y no se va a notar, la cebolla…
—¡No! ¡¡Café!! —grita Gerard con voz entrecortada.
—¿Qué? ¿Café?
—¡¡¡Café!!!
—¡Qué cosas dices! ¿Cómo vas a tomarte un café, animalito de Dios? ¡Tómate un batido de chocolate, si quieres!
—¡Yo no! ¡¡Tú, mamá!! ¡Estás pensando en comprar café!
—¡Que va! ¡Pero si ya tenemos de sobras!
Sus palabras producen un efecto espectacular en el niño. Casi como si hubiera sido objeto de un exorcismo, Gerard jadea, rojo como un pimiento, y se atreve a soltar una pequeña sonrisa.
—Ah, pero… No… ¿No pensabas en café?
—Pero ¿qué dices Gerard? —Anna lo mira, extrañada, y se encoge de hombros—. Anda, vamos, que ya estás tardando…
Abre la puerta de un armario y saca una maraña de tela, plástico y dos ruedas. Gerard lo coge y, tras un par de intentos, consigue desplegar un carro de la compra casi tan alto como él. Cuando ya está saliendo de la cocina, se cruza con su padre, que entra con una taza vacía en la mano.
—¡Oh, la la! ¡Qué olor tan rico, por Ganímedes! —exclama Jacques, feliz como una perdiz, y acaricia la cabeza de Gerard—. Ah, mon petit, ¿vas al súper? ¡Parfait! Justo cuando se me acaban de terminar las capsulitas de café. Tráeme un par de cajas, s’il te plaît.
El rostro rojizo y redondo de Gerard palidece de pronto. El pobre niño lanza un chillido despavorido y sale a toda pastilla de la cocina arrastrando el carro, que choca contra cajas, estatuas exóticas y antigüedades diversas.
—¡Tienes dinero en el cajón del recibidoooor! —le recuerda Anna, y su grito persigue al niño por toda la casa—. ¡Y no te olvides de la mantequillaaaaaaa!
Un fuerte golpe de la puerta de entrada confirma que Gerard se ha ido.
—¿Y esas prisas? Lleva unos días actuando de un modo algo extraño, ¿n’est-ce pas? —comenta Jacques, dejando la taza en el fregadero, lleno de cazuelas y cerámica etrusca a medio limpiar—. Debe echar de menos a Ishtar. La petite no había estado jamás tanto tiempo fuera de casa. Me pregunto si a ella también siente morriña…
—No creas, un mes de vacaciones con mi madre se le habrá pasado volando. Además, volverá en una semana… Seguro que le habrá ido bien este tiempo sin nosotros. Yo pasé un montón de veranos en el extranjero.
—Heureusement. Eso me permitió conocer a une très belle fille... Fue el mejor verano de mi vida.
Jacques la abraza por la espalda, le da un beso en la nuca, y los dos miran a través de la ventana abierta, sumidos en sus recuerdos.
En el jardín, Gerard llega corriendo con su carro y le está explicando quién sabe qué a su bisabuelo, moviendo los brazos como si espantara moscas. Anna y Jaques ven como simula pintar, agita las manos y se señala la sien, y luego la cocina y empieza a pegar brincos, mientras Lúgal lo escucha riéndose por debajo de la nariz.
—¡Gerard! Cuéntale tus historias por el camino, si quieres, ¡pero espabila! —grita Anna por la ventana, y consigue que el viejo y el niño salgan por piernas a cumplir su misión.
—Ay, este crío… Eso no puede seguir así. Tenemos que encontrar algo que lo distraiga —Anna apaga el fuego, coge una paleta de colores abandonada sobre la tabla de quesos y se vuelve hacia el retrato decorado con los restos del sofrito—. ¿Sabes? El abuelo se ha ofrecido a llevárselo unos días de viaje en su roulotte. Para que le dé un poco el aire, dice. Como le conté que el pobre se quedó sin poder ir de colonias por culpa de la gastroenteritis…
—¡Ah! Pues no es mala idea… ¿Dónde piensa llevárselo?
—Vete tú a saber. El lema de mi abuelo siempre ha sido “carretera y manta”. Cuando iba con él de pequeña siempre hacíamos lo mismo… Conducir sin rumbo hasta que encontrábamos un lugar bonito, o un lago para pescar, y allí acampábamos. Qué tiempos aquellos…
Anna suspira y se enfrenta a los pedacitos de cebolla incrustados en el cuadro, dispuesta a desplegar una compleja operación de camuflaje.
Unos se convierten en pliegues de la ropa, otros en el reflejo de la luz en la piel… Un pedazo especialmente problemático sobre la mano extendida del modelo se convierte gracias a su experto pincel en una decorativa calavera, que otorga al primer ministro un cierto aire de distinción clásica.
Jacques, que la observa trabajar mientras mordisquea unos dados de queso, deja escapar un silbido admirado.
—¡Quelle artiste, mon Dieu! ¡Que pedazo de artista! —exclama, y añade mirando la mesa de la cocina—. Y Gerard parece seguir tus pasos. ¿Has visto lo que ha hecho, notre petit Monet?
—¡Por supuesto! —responde ella, observando de reojo como Jacques admira los dibujos—. Cuando me ha visto trabajar le ha dado por ponerse a pintar, pero se quejaba de que no tenía ninguna idea… Le he dicho que dibujara sus sueños. ¡Y vaya con la imaginación del niño!
Unos ojos de padre orgulloso repasan la obra de Gerard.
—¡Qué gracia! Una gallina gigante con anorak amarillo, un pirata con cabeza de pez, un lagarto con tutú rosa… —Jacques va pasando las hojas—. ¡Qué ideas! ¡Menuda creatividad! ¡Mira este! Un tigre leñador del tamaño de una seta. ¡Mon Dieu! ¡Podría escribir cuentos increíbles basándome en estos dibujos! En el departamento infantil de la editorial siempre están buscando nuevo material…
—Te recuerdo, mon amour, que el editor rechazó tu último cuento porqué la protagonista era una princesita pirata que atracaba bancos intergalácticos.
—Era un cuento excelente. A Ishtar le encantó.
—Lo que tú quieras, pero no creo que te acepten una historia sobre un tigre con un hacha, por pequeñito que sea.
Jacques se sorprende al ver el último dibujo.
—¿Y este? No me hago a la idea de lo que representa… Parecen Gerard y tu abuelo, al lado de la roulotte, ¿n’est-ce pas? Qué pena que lo haya cubierto todo con esta especie de huevo azul tan raro. ¿Por qué lo habrá hecho?
—Ah, yo también lo hago a veces… Cuando algún dibujo no me queda bien, pinto por encima y empiezo de cero. Pero tendré que explicarle que eso funciona con la pintura al óleo, no con las ceras…
Anna se apunta mentalmente darle una pequeña lección a Gerard sobre los diversos materiales de las artes plásticas, mientras repasa los distintos dibujos asintiendo con aprobación. Uno le llama la atención, por encima de los demás.
Es la lagartija bailarina. Hay algo raro en este dibujo. El detalle de las garras afiladas, los ojos negros y vacíos, sin vida… La tonalidad tan particular de rosa que le resulta extrañamente familiar… Concentrada al máximo en el dibujo, Anna nota cómo se le pone la piel de gallina y le parece percibir una potente impresión de furia y maldad comprimida.
Y piensa: No quiero eso en mi casa.
El ruido cristalino de vidrios rotos, desde alguno de los pisos superiores del caserón, la distrae de esa espiral de desagradables y tétricos pensamientos.
—¡Vaya! ¿Qué ha sido eso?
Jacques levanta la cabeza en dirección al techo.
—¡Oh! Espero que no se haya caído la estantería en la que están aquellos frasquitos de cristal bizantino, la del lavabo del segundo piso… ¿Habrá sido cosa del viento? ¿O crees que es Grati, haciendo de las suyas?
Anna niega con la cabeza.
—No creo que sea Grati, hace días que no la veo en casa. Habrá encontrado un gato, o la habrá atropellado un coche. Eso quizás ha sido un ratón… —Anna se encoge de hombros, olvidando cualquier preocupación—. O quizás algo no tan prosaico. Bueno, no importa… Tarde o temprano lo vamos a averiguar. Eso sí, te juro que si mi madre ha vuelto a mandarnos otro animal vivo dentro de una de sus cajas, me va a oír.
