
—¡Puaj! ¡Qué asco! ¿Verdura otra vez, mamá? —dice Gerard mientras marea con el tenedor el contenido de su plato, pasándolo de un lado al otro, como si esperara que esta sutil maniobra hiciera desaparecer el brécol por combustión espontánea.
—¡Por supuesto! El brécol está la mar de rico, ¡y es muy sano! —afirma ella, con tono despreocupado mientras sigue buscando el pincel del cinco en el armario de los cereales—. Además, ya comes demasiadas porquerías fuera de casa. Al menos aquí, por la noche, comes algo decente… ¿Pero dónde diantre lo habré dejado? Ishtar, hija… ¿Tú no habrás visto el pincel aquel de mango marrón? No lo encuentro por ninguna parte. Juraría que lo había dejado en la cocina, cuando hice aquel retrato del abuelo… —sigue diciendo mientras abre armarios con una mano y hace equilibrios para mantener un bote de cristal con aguarrás lleno de pinceles con la otra, aparte de llevar un pequeño atril bajo el brazo—. ¡Válgame Dios! Ahora tendré que ir a comprar uno, y la tienda ya habrá cerrado…
—Bueno, mamá… Sano sí que puede ser, tanto como tú quieras, pero tampoco hay que decir que está rico, ¿eh? —responde Ishtar, sin hacer demasiado caso de la relativa desesperación de su madre—. Es más bien… cómo te lo diría… ¿neutral? Además, creo que te ha quedado algo crudo… Mi brécol, como si dijéramos, parece vivo… En realidad, ¡creo que se está moviendo! ¡Oh! ¡Está vivo! ¡Oh, Dios mío! ¡Mi brécol me quiere atacar! —Ishtar agarra el tenedor, pincha el brécol como si se tratara de un dragón asesino, lo levanta un par de palmos por encima de su cabeza y lo sacude de un lado al otro como si luchara—. Mamá, mamá, ¡¡me quiere comer!! ¡Arghhh!
—¡Ja, ja, ja! —se ríe Gerard, atragantándose con el brécol.
Rojo como un tomate y medio ahogado, golpea la mesa con las manos, sin parar de reír.
—¡Mamá, mamá, mira! ¡Está ahogando a Gerard también! ¡¡Es un brécol alienígena que quiere colonizar el planeta tierraaaa!! ¡¡Arghh!! ¡Mamá, ayuda, ayudaaa!
Gerard escupe el brécol y respira profundamente, aliviado, sin dejar de reír mientras mira a su hermana, aún con el tenedor en alto.
—Ishtar, que con la comida no se juega ¿eh? ¿Dónde diantre estará ese pincel? Además no creo que esté tan crudo, ¿eh? Eres una exagerada…
Ishtar pelea con el trozo que queda del brécol original de su tenedor, mientras Grati se acerca sin que nadie la vea, curiosa por los gritos que vienen de la cocina, y mira la verdura que ha caído al suelo, muerta y bien muerta tras la épica lucha con Ishtar.
La gata se acerca despacio, insegura y cautelosa, y huele aquella cosa verdosa.
La toca con la pata y ve que, en efecto, está muerta. Así que decide que no vale la pena comerse el cadáver. Se va de la cocina, muy digna, pensando que ella es una gata y no una carroñera cualquiera.
Gerard todavía sigue riendo como un loco mientras Ishtar, acabando la broma de forma espectacular, agarra el tenedor con ambas manos y empieza a botar en la silla.
—¡Mamáaaa! ¡Me quiere matar! ¡¡¡Me quiere mataaaar!!! —y acto seguido hace un rápido movimiento con las manos y ¡CLAC!, clava el tenedor en el plato—. ¡Ajá! Ahora sí que está muerta —afirma, contundente.
—¡Muy bien! Y ahora te la comes —completa su madre, que no parece que le haga ningún caso mientras hace comedia, mirando el estante de la comida del gato.
Ishtar se levanta y va hacia su madre.
—¡Mamá, muy mal! —dice, señalándola con el dedo índice, en señal de desaprobación—. Un brécol de otro planeta viene a colonizarnos ¿y no eres capaz ni de defender a tus propios hijos? ¿Tú crees que esto es normal? Mira al pobre Gerard, aún herido de guerra.
Abre la nevera, aparta un bote de espárragos y coge un vaso de plástico con agua y un pincel.
—Toma mamá… tu querido pincel…
—¡Anda! ¿Estaba aquí? ¡Madre mía! —dice Anna, poniéndose la mano a la cabeza y despeinándose aún más.
—Eso digo yo… ¡madre mía! —repite Ishtar, negando con la cabeza, haciendo como que está muy preocupada—. En fin, mamá… Como que está visto que el brécol es peligroso para la raza humana, ¿qué te parece si encargamos unas pizzas? Te prometo que esta vez no volarán por la cocina… ¿verdad hermanito? —dice, reforzando la última sílaba y mirando a Gerard con cara de pocos amigos.
—Oh, pero es que yo quería ver si Grati la cogía con la boca, como hacen los perros con los freesbies… Es culpa de mamá, que no quiere tener perros. Si tuviéramos uno no tendría que…
—¡Hermanitooooooo…!
—Vaaaale, nada de tirar las pizzas estilo freesbie.
—Entonces… ¿les llamamos?
La cocina en la que se ha desarrollado esta frenética actividad parece una especie de almacen, donde encontrar un sitio para dejar los platos y los vasos para comer ya es todo un reto; en realidad la casa entera de esta exótica familia hace juego con la cocina. Y decimos casa por no decir caserón, palabra que, en realidad, sería mucho más adecuada.
Can Sata es la vivienda más antigua de Las Palmeras, urbanización rural ubicada a unos veinte minutos de la ciudad en coche, formada por unas veinte casas con grandes jardines, repartidas de forma aleatoria por la zona. Se construyó hacia el año mil quinientos, y cuando se edificó ni siquiera existía la ciudad. A pesar de su gran antigüedad, el caserón se conserva maravillosamente. Rodeada por un gran jardín, con toda clase de árboles, plantas y arbustos que crecen a su aire, la propiedad ocupa diez hectáreas de terreno en la cumbre de un cerro que domina la ciudad y buena parte de la comarca.
Aparte de la casa y del jardín, también hay una extensa zona de bosque, que podría llegar a ser perfectamente edificable. Por ese motivo se ha convertido en el objetivo prioritario de cientos de agentes inmobiliarios, aunque la familia nunca ha pensado en venderla, en parte porque no hay ninguna necesidad económica, y en parte porque su única propietaria nunca ha querido hacerlo.
La propietaria legal de la casa, curiosamente, es la que menos tiempo pasa en ella. En realidad, hace casi once años que ni la pisa (o eso es lo que piensan sus habitantes). Nírgal Sata, madre de Anna y abuela de Ishtar y Gerard, se ha pasado media vida viajando por todo el mundo y vive ahora al norte del Amazonas, en algún punto indefinido entre Itacoatiara y la sierra de Tumucumaque, buscando un templo inca que parece ser va a desvelar muchas incógnitas sobre el origen de esta civilización. La señora Sata es una reconocida arqueóloga de fama mundial.
Pero dejemos a Nírgal por un momento y regresemos al interior de la casa, donde uno de los habitantes está hoy más contento de lo habitual. Y es que hoy, veintiséis de julio, no es un día normal y corriente. Tan sólo faltan veinticuatro horas para el undécimo cumpleaños de Ishtar. ¡Once años! Un número muy peculiar, por ser capicúa, además de su favorito. En realidad, todo lo que sea capicúa le encanta a nuestra heroína, hasta el punto de ser coleccionista compulsiva de toda clase de objetos que lo sean: números de lotería, palabras, imágenes, incluso pequeñas estatuas que va reuniendo en sus apretadas estanterías. Un hobbie muy peculiar, inculcado desde la lejanía por su abuela.
Así, como lo oís. La abuela Nírgal, a pesar de no pisar nunca la casa y, oficialmente, haber visto tan sólo a Ishtar el día que nació, nunca ha dejado de tener contacto con ella. Cada día, de cada semana, de cada mes, de los últimos cuatro años, ha llegado una carta, con remitente de donde fuera que estuviera en ese momento y con destino a Can Sata, para Ishtar. A veces una carta, a veces un paquete, a veces una postal… y en muchas ocasiones con nuevas palabras, imágenes, símbolos u objetos relacionados con la capicuidad.
Empezaron a llegar cuando ella tenía siete años. Desde entonces no ha pasado un solo día sin aumentar su colección. Muchas veces Ishtar se ha preguntado cómo se lo montaba su abuela para poder mandarle correspondencia cada día, y ha deseado, con todas sus fuerzas que, fuera como fuese, nunca dejara de hacerlo.
Ella, aunque hubiera querido, nunca habría podido responder todas y cada una de las cartas; ya sabréis todos que los deberes de la escuela no dejan mucho tiempo libre. Aun así, le ha estado escribiendo cada lunes, últimamente siempre con destino Itacoatiara, preguntando un montón de cosas sobre el Amazonas, la fauna, la flora y las tribus de la región donde está su querida yaya Nírgal.
Porque la quiere con locura a pesar de no haberla visto nunca. Siempre ha demostrado un gran interés por todo lo que hace, y cada vez que ha llegado una nueva carta, ha devorado las palabras con ávido interés, releyéndola tantas veces como haya sido preciso para conseguir memorizar todos los nombres, lugares, y anécdotas que son el pan de cada día de su admirada y ausente abuela.
Cuando alguien que la ha conocido le dice que se parecen en algo, ella se pone muy contenta. Y en realidad, es así. Ishtar tiene el mismo cabello liso de Nírgal, aunque no plateado, sino de un negro intenso, que contrasta especialmente con el azul grisáceo de sus ojos. Pero quizás lo que la hace tan y tan especial, es su cara, muy expresiva. Cuando se ríe, contagia su alegría a todo el mundo y si llora o está triste se te encoge el corazón. Se gana rápidamente la confianza de la gente. Es muy simpática, abierta y tiene constantes e ingeniosas réplicas a punto que no dejan de sorprender a sus padres ni a los que la rodean.
En resumen, hoy no es un día normal, sino muy especial, por ser la vigilia del undécimo aniversario de Ishtar. Aunque no es el cumpleaños en sí lo que hace que ese día lo sea, ni lo que le provoca esos nervios. Ni el hecho de cumplir once años, ni siquiera los regalos que pueda recibir… el verdadero motivo por el cual le está costando muchísimo conciliar el sueño las últimas noches, ¡es que su abuela le ha prometido que vendrá a Can Sata para celebrarlo!
Así es. Nírgal tiene previsto volver a casa después de once largos años sin aparecer en ella. E Ishtar está súper emocionada desde el día que recibió la última carta de su abuela, una semana atrás, dónde le desvelaba que ya no sería necesario que se escribieran más. Volvía a casa, y se conocerían justo el día de su cumpleaños. El final de la carta, que extrañamente no era muy larga, abre unas maravillosas perspectivas a la ilusionada Ishtar, pues su abuela le confiesa que le traerá el regalo más maravilloso que nunca haya podido imaginar.
Ya os podéis imaginar que para ella, a punto de cumplir once años, esta noticia es la más increible y sorprendente de toda su vida. ¡Su yaya vendrá! Y con un regalo espectacular. Mejor, mucho más que espectacular… ¡el regalo más maravilloso que nunca haya podido imaginar!
En realidad, desde que recibió la carta ha estado sin poder dormir de los nervios, repitiéndose una y otra vez esta frase. Pero hoy, finalmente, el cansancio la vence y sucumbe al más profundo de los sueños. Y, como no podía ser de otra forma, sueña con su abuela.
Un sueño que no es precisamente tranquilo.
*****
Lleva ya más de una semana escogiendo lo que debe llevarse. Ha estado ahí tantos años que su tendencia a acumular material (aunque ha conseguido derivar muchísimo) ha hecho que el campamento inicial se haya convertido en una especie de pequeña aldea… ¡Cómo la echarán de menos aquella gente! Ha pasado por todos los rituales de despedida habidos y por haber, aunque Bastian se quede ahí, a cargo a todo. Cierto es que ella se va, pero ni cierran el campamento ni se acaban las excavaciones; seguirá habiendo comida y recursos seguros para la zona durante mucho tiempo.
Los niños y niñas del pequeño pueblo, fascinados desde siempre por su alta y fina figura, por sus cabellos plateados y por sus ojos de ese color tan claro, prácticamente imposible de ver en la Tierra, hace días que saben que se va a ir, y dan vueltas alrededor de la tienda, tristes, aunque sin dejar de lucir esa sonrisa perenne que nunca abandonarían por muchos problemas que tuvieran. Le han traído un montón de pequeños regalos que ella ha aceptado, ceremoniosa, y que se añaden al cúmulo de equipaje que la acompañará al otro extremo del mundo.
Se imagina perfectamente el caos que debe reinar en su casa tras tantos años, debido a sus abundantes y continuos envíos, y suspira. Quizás deberá mandar construir un almacén al lado de la casa, o ir pensando en enviar parte del material a los muchos museos que desearían con fervor tener ni que fuera una décima parte de sus hallazgos…
—¡ZIIIP!
Un ruidito repentino y breve, como el desgarro de una fina tela, le hace levantar la cabeza y ponerse en posición de defensa automáticamente. Y hace bien. Tras ella ha aparecido un ser tan extraño que parece sacado de un juego de rol de pesadilla.
Si alguna vez consiguierais meter en una coctelera gigante un tigre y un hombre, y mezclarais muy, pero que muy bien los dos ingredientes, os saldría un individuo como este. Alto y musculoso, dos metros de cuerpo peludo protegido por una armadura flexible y con cabeza de tigre. Es un tídnum.
Los segundos de desconcierto que suelen provocar los viajes interdimensionales le dan a ella el tiempo suficiente para recoger un pequeño objeto y encarar con decisión al monstruoso intruso.
—¿A na àm za aka ki? —le espeta, sin temor alguno.
Dado que vuestro conocimiento de los dialectos kiitas es sencillamente cero, a partir de este momento procedemos a transcribir la conversación a vuestra lengua.
—¿Qué haces, tú, por aquí? —le espeta, sin temor alguno.
—¡Ggrrrr! —responde el tídnum, al ver lo que lleva en la mano Nírgal.
—¡Contesta! No tengo tiempo para perder con alguien como tú. ¿Quién te envía y qué quieres?
Ella sabe perfectamente la respuesta. Sólo intenta ganar tiempo. Quiere aprovecharse del hecho de que hayan mandado a un ejemplar como éste, fuerte y valiente como el que más, pero también algo corto de entendederas.
Sabe perfectamente que su rival es un urgug, una facción rebelde de los tídnums. Ya averiguará más tarde cómo ese elemento ha conseguido llegar a la Tierra usando un portal dimensional, privilegio éste de los zitis y sólo de los zitis desde tiempos inmemoriales.
—¿Dónde está el cetro? —responde el urgug, con voz grave y una media sonrisa macabra.
—¡Ah! O sea que es eso lo que quieres, ¿eh?
Nírgal deja la mente en blanco y se concentra; unos segundos después sonríe.
—Pues mira, ahora tendrás que buscarlo tú solito.
—¡Si no me lo dices, te mataré!
—¡Estúpido urgug! ¡Entonces no lo encontrarás nunca! Y ¿qué le dirás a tu amo, eh?
La conversación se está desarrollando en un tono de voz muy bajo. La mujer no quiere que sus palabras, en aquel idioma extraño, puedan ser oídas por la gente de la aldea, o peor aún, teme las consecuencias de que alguien llegara a ver aquel ser horrible.
—Jiu, jiu, jiu… —la siniestra risa del urgug sube de tono, y Nírgal lanza una ojeada al exterior de la tienda—. ¡Déjate de tonterías y dímelo! Si no lo haces, voy a tener que usar la fuerza. No querrás eso, vieja…
A pesar de sus palabras chulescas, el urgug sigue atentamente la evolución del aparato que tiene la mujer en la mano, apuntándolo. Es como un cilindro de metal, de un negro brillante, acabado en punta como una flecha. Ella tiene el pulgar sobre un botón, y él sabe perfectamente que esa arma es letal.
Nírgal mantiene su dura y determinada expresión, pero por dentro empieza a preocuparse. ¿Dónde está Bastian? ¿Por qué no viene? Al final una bombilla se enciende en su cerebro. Recuerda, con un atisbo de pánico que trata de no hacer evidente, que lo ha mandado a buscar un baúl y que aún puede tardar bastante en volver.
—¡Vamos! ¡Es tarde! ¡Llévame hasta el cetro! ¡No puedo perder más tiempo contigo! —gruñe el urgug.
—¡Ni hablar! No pienso volver a Ki, y menos ver a tu amo, porque es Usúmgal, ¿no? A quien sirves, quiero decir.
Los grandes y felinos ojos del urgug se entrecierran al oír aquel nombre, como si su recuerdo incorporara cierta sensación de desagrado.
—Yo no sirvo a nadie y menos a un musdágur… ¡Somos aliados y punto! —dice con voz feroz.
—Oh, no… ¿Otra vez? —dice la mujer, en voz queda, como si hablara consigo misma—. Ya pasamos por esto hace tiempo. Y costó la vida a mucha gente… Además, ¿cómo puede ser que un urgug controle la tecnología del portal? Aunque sean aliados de los musdágurs, ambas razas están muy lejos de comprender su funcionamiento…
—¿Qué rayos murmuras? ¡¡Ya me estoy hartando!! ¡Deja esto y vámonos! ¡No me gusta estar aquí! ¡No me gusta este medio de transporte! ¡Ríndete ya de una vez!
Ella sigue amenazándolo con el aparato pero él, poco a poco, ha ido adelantándose hasta acorralarla en un rincón de la tienda. Se arriesga y se lanza hacia delante. De la mano de la mujer surge un rayo violeta que hiere su hombro derecho, pero eso no es suficiente para detenerlo y, con un diestro golpe en la cabeza, la deja inconsciente.
Un gran dilema se presenta ahora ante el urgug. Sabe perfectamente que, si no vuelve con el cetro, lo matarán. Sus órdenes eran muy claras: robar el cetro y matar a Nírgal. Si se marcha y la deja viva habrá fracasado, y si la mata nunca encontrará el cetro. ¿Qué puede hacer?
Entonces se le ocurre la solución. Llevársela. Usúmgal no puede matarlo si le entrega a su peor enemiga en bandeja de plata. Empieza a pulsar teclas del alterador, pero con los nervios ya no sabe lo que se hace, y no puede abrir el portal. Para colmo, el urgug oye voces en el exterior de la tienda, voces de niños que se acercan.
—Quizás no está… —dice una niña.
—Sí… Tiene que estar. El que se ha marchado antes era Bastian —responde un niño.
—¡Nírgal! ¡Nírgal! —grita la niña.
Los dos se quedan esperando en la entrada de la tienda. Al no oír respuesta, ella echa un vistazo al interior.
—No la veo. Que raro… Quizás esté durmiendo —dice a su compañero.
—Da igual, ya se lo dejaremos después.
—¿Y si se marchan enseguida y no nos da tiempo? Dijo que cuando volviera Bastian con los baúles se iría. Se va en avión, ¿sabes? Y los aviones no esperan a la gente.
—Y ¿qué quieres hacer?
—Me acerco y miro si está en la cama, descansando. Se lo dejaré al lado, en la mesilla de noche y así se lo encontrará cuando se despierte.
El urgug intuye que el portal está a punto de abrirse, y está empezando a impacientarse. Además, oye la charla de los niños, y a pesar de no entender nada, decide dejar a la mujer sobre su cama y esconderse tras un montón de ropa.
La niña entra, procurando no hacer ruido y se acerca a la cama. El niño la sigue, mirando por todas partes, curioso con lo que ve.
—No había entrado nunca… ¡Cuántas cosas, madre mía!
—Sí… ¡Y tiene que llevárselo todo! No sé como podrá conseguirlo. ¡Mira! ¡Está durmiendo!
Van hacia ella. Traen un pequeño paquete cada uno en su mano y los dejan en la mesilla de noche. La niña se queda mirando a Nírgal, con una sonrisa en el rostro, tentada de tocarle aquellos cabellos tan bonitos. Parecen hilos de plata. Pero aparta la mano de repente, como si le hubiera dado un calambre, debido al chillido que ha pegado su compañero.
—¡Iiiiiiih! —ha gritado el niño, aterrado.
—¿Qué te pasa? ¡Calla! ¡Vas a despertarla! —susurra la niña, agobiada.
Se vuelve y se le hiela la sangre al ver a ese terrible gigante, salido sin duda de una pesadilla. Por suerte, los niños siguen su instinto de supervivencia, y lejos de quedarse quietos, salen disparados de la tienda, dejando con un palmo de narices al urgug, que no se esperaba el giro que está tomando la situación.
—¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Hay un monstruo en la tienda de Nírgal! Va a hacerle daño… —gritan, corriendo hacia las otras tiendas.
Un montón de gente sale al oír el alboroto. Viendo las caras asustadas de los dos niños, nadie cree que sea una broma, y se dirigen rápidamente a buscar las pocas armas de que disponen.
El urgug, mosqueado, olvida la prudencia y sigilo que le repitieron mil veces que tuviera durante la misión, y sale de la gran tienda, dispuesto a hacer frente a aquellos estúpidos y extraños zitis que lo miran aterrados.
—¡Dios mío! ¿Pero esto qué es?
—¿De dónde ha salido?
—Madrecita mía… ¡No es humano!
Todo el mundo se queda estupefacto. Nadie se atreve a dar el primer paso. Intuyen que la mujer puede estar en peligro, pero aquel ser terrible los tiene como hipnotizados, paralizados de miedo absoluto.
—¡Qué has hecho con Nírgal! —grita uno de los niños.
Sus palabras parecen activar el instinto cazador del urgug. Salta hacia delante y arranca con fuerza uno de los cañones de las escopetas que le apuntan. El movimiento de pánico que provoca su repentina reacción favorece aún más su feroz ataque. Empieza a arañar, morder y destrozar todo lo que encuentra a su alcance, y la gente empieza a huir, aterrada, desperdigándose.
Liberado totalmente su instinto salvaje y guerrero, el urgug sigue arrasando de forma sistemática el campamento. Pero entonces oye el ¡ZIIIIP! que anuncia la apertura del portal. ¡Perfecto! Vuelve corriendo a la tienda, levanta a la mujer como si fuera una pluma y se volatiliza en el aire tan de repente cómo ha aparecido.
En ese mismo instante, se oye el ruido de un jeep que llega por el camino, levantando polvo. Enseguida se dirigen hacia él todos los que han huido horrorizados por el ataque feroz de esa bestia extraña.
—¡Señor Bastian, señor Bastian! Ha pasado una cosa terrible… ¡No se acerque más! ¡No vaya hacia el campamento! —le dicen gritando los pobres lugareños al conductor, un hombre alto y delgado, de cabellos negros como el azabache y una nariz bastante prominente.
—¿Qué pasa? ¿Qué decís? No os oigo bien… —dice él, deteniendo el jeep.
—¡Un monstruo! ¡Ha llegado un monstruo del infierno y está con la señora Nírgal!
—¿Un monstruo decís? ¿Qué clase de monstruo?
—Horrible, señor Bastian. ¡Horroroso! Con cara de tigre pero cuerpo de hombre. Grandísimo, ¡aún más alto que usted! —dice uno de los niños, con cara alucinada.
—¿Un hombre con cara de tigre? —Bastian no parece muy sorprendido ante esa noticia tan inverosímil—. Y ¿dónde está ahora?
—Nos ha atacado y hemos huido —siguen diciéndole llorando, arrepentidos por haber dejado sola a Nírgal.
—No os preocupéis… Lo entiendo perfectamente. A ver, dejaremos aquí el coche e iremos a investigar.
Deja el jeep en el camino y se van acercando poco a poco al campamento. La imagen que ven es desoladora, parece que haya pasado por allí un ejército furioso, destrozando todo lo que podía en el menor tiempo posible.
Bastian corre a grandes zancadas hacia la tienda, pero sabe perfectamente que la encontrará vacía.
